domingo, 8 de mayo de 2011

Howard Hawks - Monkey Business (1952)

La evidencia es la marca del genio de Hawks; Me siento rejuvenecer (Monkey Business, 1952) es una película genial y se impone al espíritu por su evidencia. Algunos rehúsan reconocerlo, rehúsan incluso satisfacerse con ciertas afirmaciones. El desconocimiento no atiende tal vez a otras causas. Películas dramáticas y comedias comparten igualmente su obra: ambivalencia notable, pero más notable todavía la frecuente fusión de los dos elementos que parecen afirmarse en lugar de molestarse y perjudicarse, y se enriquecen recíprocamente. La comedia no está nunca ausente de las intrigas más dramáticas; lejos de comprometer el sentimiento trágico, se preocupa por que no caiga en el confort de la fatalidad, manteniéndola en un equilibrio peligroso, una provocadora incertidumbre que acrecienta sus poderes. Sus tartamudeos no sirven para evitarle la muerte al secretario de Scarface, el terror del hampa (Scarface, 1932); la sonrisa que suscita casi todo a lo lago de su proyección El sueño eterno (The Big Sleep, 1946) es inseparable del sentimiento de peligro; el paroxismo final de Río Rojo (Red River, 1948), en el que el espectador no puede ya contener el fracaso de sus sentimientos y se interroga por quién debe tomar partido, y si debe reír o tener miedo, resume un temblor pánico de todos los nervios, una embriaguez de vértigo en la cuerda tensa en la que el pie se tambalea sin deslizarse todavía, sensaciones tan insoportables como los desenlaces de ciertos sueños. Y si la comedia da a lo trágico su eficacia, no puede tampoco eximirse, quizá no de lo trágico -no comprometamos por exceso los mejores razonamientos-, sino más bien de un sentimiento severo de la existencia en el que ninguna acción puede desligarse de la trama de sus responsabilidades. ¿Y qué visión podría ser más amarga que la que nos propone Me siento rejuvenecer? Confieso no haber podido unirme a las risas de una sala a rebosar, petrificado por las calculadas peripecias de una fábula que pone toda su aplicación en contar, con una lógica alegre, con un verbo perverso, las fatales etapas del embrutecimiento de inteligencias superiores. No se debe en absoluto al azar que se nos permita encontrar un círculo de sabios parecido en Bola de fuego (Ball of Fire, 1941) y El enigma de otro mundo (The Thing, 1951). Pero no se trata tanto de someter el mundo a la visión glacial y desencantada del científico como de trazar, de nuevo, los accidentes de una misma comedia de la inteligencia. Hawks no se preocupa en este caso ni de la sátira ni de la psicología; en su opinión, las sociedades no importan más que los sentimientos: tan indiferente a Capra como a McCarey, sólo le preocupa la aventura intelectual: ya se enfrente a lo antiguo y lo nuevo, a la suma de los conocimientos del pasado y de una de las formas degradadas de la modernidad (Bola de fuego, Nace una canción [A Song is Born, 1948]) o al hombre y la bestia (La fiera de mi niña [Bringing up Baby, 1938]), se interesa, en el mismo relato, por la intrusión de lo inhumano, o por un avatar más zafio de la humanidad, en una sociedad altamente civilizada. El enigma de otro mundo, finalmente, deja caer la máscara: en los confines del universo, algunos hombres de ciencia se enfrentan con una criatura peor que inhumana, de otro mundo; y sus esfuerzos intentan, en primer lugar, hacerlo entrar en los cuadros lógicos del saber humano. Pero el enemigo se ha deslizado ahora dentro del hombre mismo: el sutil veneno del rejuvenecimiento, la tentación de la juventud, que sabemos desde hace mucho tiempo que no es precisamente la astucia más sutil del maligno -unas veces simio, otras perro pachón- cuando una rara inteligencia lo mantiene en jaque. Y la más nefasta de las ilusiones, contra la cual Hawks se ensaña con un poco de crueldad: la adolescencia y la infancia son estados bárbaros de los que nos salva la educación; el niño se distingue poco y mal del salvaje que imita en sus juegos; en el momento en que bebe el precioso licor, el anciano más digno se consume en la imitación de un chimpancé. Reconocemos aquí una concepción clásica del hombre, que considera que sólo puede ser grande mediante la experiencia y la madurez; al término de su progreso, su vejez lo juzga. Pero peor que el infantilismo, el embrutecimiento, la decadencia, es la fascinación que ejercen sobre la inteligencia misma; la película es la historia de esta fascinación, pero, al mismo tiempo, se propone al espectador como prueba de su poder. Así la crítica se somete en primer lugar a las miradas que propone. Los monos, los indios, los peces no son ya más que las apariencias de una misma obsesión por lo elemental en la que se confunden los ritmos salvajes, la dulce idiotez de Marilyn Monroe, monstruo hembra que las astucias de los encargados de vestuario fuerzan a la deformidad, o los impulsos de antigua bacante de Ginger Rogers, cuyo rostro envejecido se crispa en la interpretación de la adolescencia. La maquinal euforia de las acciones confiere a la fealdad o a lo infame un lirismo, una densidad expresiva que los elevan hasta la abstracción; la fascinación se apodera de ella, une la belleza con el recuerdo de las metamorfosis; y podemos denominar expresionista al arte con el cual Cary Grant deforma los gestos hasta imitar al mismo mono; en el instante en que se maquilla como un indio, cómo no traer a nuestra memoria el célebre plano de El ángel azul (Der Blaue Engel, 1930) en el que Emil Jannings contempla en el espejo su rostro envilecido. No hay en absoluto derecho a hacer reproche alguno a esos relatos de decadencias paralelas: recordemos cómo los temas de la perdición y de la maldición imponían en otros tiempos al cine alemán la misma progresión rigurosa que iba de lo amable a lo odioso. Del primer plano del mono hasta el momento en que desliza con naturalidad la camisa del “hombrecito”, nuestro espíritu se ve atraído por un constante vértigo impulsado por el impudor, y ¿qué es el vértigo sino todo esto a la vez: temor, condenación y, por supuesto, fascinación? La atracción de los instintos, el abandono a las potencias terrestres y primitivas, el mal, la fealdad, la idiotez, todas las máscaras del demonio, en estas comedias en las que el alma misma es tentada por la bestia, están unidas a la lógica más extrema; la punta más aguda de la inteligencia se vuelve contra ella misma. La novia era él (I Was a Male War Bride, 1949) asume sencillamente como tema la imposibilidad del sueño hasta llegar al embrutecimiento y sus peores compromisos. Mejor que nadie, Hawks sabe que el arte consiste, en primer lugar, en ir hasta el fin, incluso en lo infame, puesto que tal es el dominio de la comedia; jamás teme tratar las peripecias más dudosas, desde el momento en que ha dejado que nosotros las presintamos, menos preocupado por decepcionar la bajeza de espíritu del espectador que de colmarla sobrepasándola. Y ése es también el genio de Molière, cuyo frenesí lógico suscita con menor frecuencia la risa que su congelación en nuestra garganta; y como igualmente ocurre en Murnau, de quien el admirable Tartufo (Tartüff, 1925), en la célebre escena de Dame Marthe, y varias secuencias de El último (Der Letzte Mann, 1924 ofrecen también los modelos de un cine molieresco. Hay en Hawks, cineasta de la inteligencia y del rigor, aunque también del conjunto de las fuerzas oscuras y de las fascinaciones, un genio germánico al que atraen los delirios metódicos en los que se engendran infinitamente graves consecuencias, en los que la continuidad interpreta el papel de la fatalidad: los protagonistas le interesan menos por sus sentimientos que por sus gestos, y los persigue y acosa con una atención apasionada; filma acciones, especulando sobre el poder de sus meras apariencias; qué nos importan los pensamientos de John Wayne yendo a enfrentarse con Montgomery Clift, los de Bogart durante una pelea, sólo prestamos atención a la precisión de cada uno de los pasos -y el ritmo neto del movimiento-, de cada uno de los golpes, y la postración progresiva del cuerpo contusionado. Pero Hawks resume al mismo tiempo las más altas virtudes del cine americano, pues es el único que sabe proponernos una moral, la cual se nos presenta como una perfecta encarnación: admirable síntesis que contiene quizás el secreto de su genio. La fascinación que impone no es la de la idea, sino la de la eficacia; el acto nos interesa menos por su belleza que por su acción misma en el interior de su universo.Este arte se impone a sí mismo una honestidad fundamental que atestigua el empleo del tiempo y del espacio; ningún flashback, ninguna elipsis, la continuidad es su regla; ningún personaje se desplaza sin que le sigamos, ninguna sorpresa que el protagonista no comparta con nosotros. El lugar y el encadenamiento de cada gesto tienen fuerza de ley, pero de ley biológica que encuentra su prueba más decisiva en la vida de la criatura;cada uno de los planos posee la belleza eficaz de una nuca o de un tobillo; su sucesión, lisa y rigurosa, encuentra el ritmo de las pulsaciones de la sangre; el filme entero, cuerpo glorioso, está animado por una respiración suelta y profunda. (...) (Jacques Rivette, Genio de Howard Hawks)
FA 4089

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