lunes, 28 de febrero de 2011

Jacques Rozier - Adieu Philippine (1962)

Michel es un joven que trabaja como operador de cámara en televisión, un trabajo temporal antes de su servicio militar. Conoce y traba amistad con dos chicas jóvenes, Lilian y Juliette, aspirantes a actrices cuya falta de talento les limita a actuar en anuncios de televisión. Los tres amigos comparten unas vacaciones en Córcega, que será el último descanso de Michel antes de ser enviado al ejército francés...
El deslumbramiento con Adieu philippine, de Jacques Rozier, fue inmediato y estalló a la media hora de metraje, cuando vi la articulación de algunos travellings laterales que siguen a sus dos protagonistas femeninas, Juliette y Liliane, por las calles de París, mientras desde la banda sonora se oye un tango afrancesado. La inesperada, celebrada llegada, este año, de una copia a mis manos, no hizo más que confirmar mi apreciación de hace más de treinta años. Por una vez, y no son muchas las que ocurre, un filme, o un libro, o una canción, o una pintura, me sigue despertando las mismas sensaciones que la primera vez que lo vi, o lo leí o lo oí. Si en el número de Cahiers du Cinéma dedicado a hacer un balance de la nouvelle vague, eligieron colocar en la tapa una imagen de Adieu..., me parece que puedo entrever alguna de las razones de sus redactores: hay en ella algo que se me impone como irrepetible, que no aparece en otros filmes del mismo año, y esto no es un juicio de valor, como Vivre sa vie o Landru, que asoma, sin constituir su núcleo, en Cléo de 5 a 7 y en Bande à part, levemente posterior: una cierta manera de filmar, de montar y de sonorizar que permiten que el aire del tiempo de su rodaje sea para nosotros, al mismo tiempo, irrecuperable parte del pasado que, misteriosamente, se instala rabiosamente en nuestro presente. Esos travellings de acompañamiento no podrían rodarse hoy: París no es la misma -no pertenece a los cineastas salvo a los ya viejos Rohmer y Rivette en Les rendez vous de Paris y Haut, bas, fragile, respectivamente- no son iguales sus transeúntes y, por supuesto que Cahiers..., para la que Rozier también escribió, tampoco. Pero sin embargo, y me obstino en esto, cuando se las ve a Juliette y Liliane avanzar por la calle, se siente que el cinematógrafo realiza una de sus proezas: que ciertas imágenes capturadas en un pasado ya no puedan abandonar el presente de quien se asoma a ellas. Como ocurre en otro filme de los por entonces llamados 'nuevos cines', como es Ljubani slucaj ili tragediza sluzbenice P.T.T., de Dusan Makavejev (¿quién puede remitir al pasado el tendido de ropa o el amasado, acompañados por un himno a mayor gloria del "padrecito" Stalin?). Como también sucede, hoy que el cine es otro, en toda la primera parte, antes que el relato deliberadamente comience a desarticularse, de un relativamente reciente filme argentino: Silvia Prieto, de Martín Rejtman o en Hatuna Meuheret, de Dover Kosashvili. Filme en el que la lucha de Argelia por su liberación -como ocurre en Le petit soldat, Les parapluies de Cherbourg, Muriel ou le temps d'un retour o, a partir de la aparición del soldado, en el último tramo de Cléo de 5 a 7- es una amenaza que pende sobre sus personajes, me parece que es, entre todos sus contemporáneos y que me perdone Godard que seguramente jamás leerá estas líneas, el que mejor aprendió la lección, imborrable, de Viaggio in Italia, de Roberto Rossellini. No tengo datos sobre el rodaje pero apostaría que cada secuencia se armó sobre la marcha a partir de algunas, pocas, líneas escritas. Vaya, por último, mi recuerdo emocionado por Jean-Claude Aimini -con un rostro y un cuerpo que evocan a James Dean-, Stefania Sabatini e Yveline Céry, sus tres protagonistas, no profesionales me parece, que jamás volvieron a filmar, quedando así fijados de una única manera, lo que facilita su recuerdo. Rozier, por su parte, tras el estruendoso fracaso de taquilla que le reportó Adieu Philippine se convirtió en un cineasta-enigma, al menos si se lo mira desde este lugar del mundo. Tiene en su haber otros tres largometrajes que, con seguridad, concluyó: Du côte d'Oruet (1973), Les Naufragues de l'ile de la Tortue (1974) y Maine-Océan (1986), producido por el infatigable Paulo Branco. Y otros dos -Comment devenir cinéaste sans se prendre la tête (1995) y Fifi Martingale (2001)- que, a lo mejor, ni siquiera terminó. Ninguno fue más allá de las fronteras de su país de origen. De la misma manera que en el cine no parlante italiano Francesca Bertini, en los finales desdichados de los filmes que interpretaba, casi siempre se perdía en la oscuridad, Rozier, que de vivir tiene setenta y siete años, fue ocultado a nuestra vista por los bancos de niebla química del capitalismo tardío. (Emilio Toibero de Tijeretazos)
Adieu Philippine ha sido, durante años, mi película fetiche, aquella joya desconocida e inaccesible enmarcada en la corriente estética y crítica que ha marcado mi manera de ver y sobretodo sentir el cine, incluso la vida. Hasta que apareció un TV-rip, eso sí, sin subtítulo de ninguna clase. Los esperé, pero no llegaron. Al final me lancé al vacío y me la puse en francés a pelo.
Pues eso, creo que es el paradigma del espíritu Nouvelle Vague y no me extraña que así constara el aquel especial Cahiers del 62: tiene esa fluidez, despreocupación, felicidad y espontaneidad de las primeras películas del nuevo cine francés, el lirismo – pese a la realidad poliédrica que se esfuerza en desmentirlo con sus amenazas externas – optimista y alocado de un Renoir, el atrevimiento formal de un Vigo y la inmediatez documental de un Rouch, osea, como Les carabiniers o Paris nous appartient, expresa el sentir de un grupo en una época: la juventud francesa de los sesenta. Adieu Philippine es una película sobre la juventud y su belleza, sobre la diversión y el arte – yo diría que tan mediterráneo - del buen vivir (el elogio a la ociosidad, robándole las palabras al simpático y entrañable Bertrand Russell), pero como contrapartida (porque no hablamos de un cine autista, ajeno a la realidad) testimonia la fugacidad del tiempo. Así que, para el espectador sensible, revivir (esto es el Dazed and confused de los sesenta, pero rodado en presente) con tal intensidad el espíritu del París de los 60 conlleva, como ocurre con la conmovedora nostalgia que tiñe el texto de Toibero, asumir la resaca del paso de los años, enfrentarse de nuevo a los golpes y las decepciones de un proyecto liberador que, como todos, fracasó pero fue bonito mientras duró. Aunque esa es otra historia, y en parte, la contó Chris Marker en Le fond de l´air est rouge. (El Camino de Méséglise )
El arte necesita oxigenarse cada tanto. Bocanadas de aire fresco arrastran nuevas olas; y, ahí, en las fuentes del viento, respira “Adieu Philippine”, que pone un diablo en el cuerpo de los nuevos cineastas, y un grito de inconformismo en la boca de la juventud rebelde. Esa juventud que recicla el lenguaje hasta hacerlo colisionar con la herencia de la generación adulta. Efectivamente, el cine que llega estalla en un lenguaje rebosante de espontaneidad. Y así, sin ir más lejos, vemos que el guión de “Adieu Philippine” se escribe, en buena parte, sobre la marcha, sacrificando la partitura a la improvisación, el texto a la oralidad. De hecho, y a título de anécdota, dice la historia que el mismo Jacques Rozier tuvo que postsincronizar los diálogos leyendo los labios de los actores. Unos actores que el director pescó de entre la marejada de gente de a pie. Es significativo que, en lo que a los protagonistas se refiere, ninguno de ellos hizo una película antes ni la volverá a hacer después de esta que tratamos. Y, así y todo, justo es decir que el trío protagonista sostiene los vértices del triángulo amoroso con una solvencia atípica en un actor novel. Pese a la falta de aplomo, tanto Jean-Claude Aimini como Yveline Céry y Stefania Sabatini hacen gala de un desparpajo muy en consonancia con el tono informal de la película. Puede ser este el rasgo distintivo de “Adieu Philippine”, lo que hizo de ella la película seminal de la nueva ola. Me refiero, claro está, a su apuesta por el desenfado en el modo de hacer y pensar el oficio del cineasta. Esta mentalidad sin ataduras se aprecia a las claras en el montaje del film. Aspectos como el de la continuidad son dejados en un segundo plano a favor del flujo líquido y compulsivo de la imagen. Hay una consigna que salta a la vista como un relámpago en medio de la noche: ¡No a los automatismos!El excelente trabajo de René Mathelin, que luego se pondría bajo las órdenes de realizadores como Yves Robert o Claude Sautet, se me impone como uno de los mayores logros estéticos de la película. No faltan las escenas memorables. Es el caso del plano secuencia en el que, a bordo del coche, se filma el paseo de las dos amigas a pie de calle en un París repleto de transeúntes que, al más puro estilo Nouvelle Vague, se complacen en mirar fijamente la cámara entre sorprendidos y descarados. Y, a la luz cocida del Mediterráneo, dejan huella aquellas escenas en que Liliane (Yveline Céry) se da a bailar con el galán italiano sobre el fondo de un crepúsculo entrevisto, y esa otra , de un hipnotismo feroz, en que la actriz nos llega a seducir físicamente desde el otro lado de la pantalla. Pero la película da para más, da para atestiguar el conflicto generacional de la época, da para denunciar los excesos de la sociedad del consumo, da para describir la amenaza que la guerra de Argelia planteó a la conciencia francesa del momento, da para especular con el metacine (el cine dentro del cine), da para recordanos el mito de la escapada hacia el sol del sur (véase “Pierrot le fou” o “More”, de Barbet Schroeder) y da, por último, para celebrar la joie de vivre de una juventud, inconsciente y desenfadada como la película misma, que se agota. (Reseña del gran Pim Pam Pum, tomado de Cine Clàsico)
FA3890

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